viernes, 13 de noviembre de 2009

GRANDES ECONÓMISTAS DE LA HISTORIA.

Adam Smith, 1723-1790.

Este filósofo y economista escocés, profesor de ciencias morales de la Universidad de Glasgow, es considerado el padre de la economía. Aunque no fue pródigo en reconocimientos, naturalmente construyó su obra fundamental, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, sobre el trabajo de extraordinarios antecesores – Cantillon, Quesnay, Turgot – y bajo la influencia de ilustres contemporáneos, como su maestro Adam Ferguson y su amigo David Hume. En el imaginario popular, su nombre está asociado a la metáfora de la “mano invisible” que alude a la existencia de leyes económicas naturales susceptibles de ser conocidas por la razón, como ya lo habían señalado, entre muchos otros, los miembros de la escuela fisiocrática, que de allí deriva su nombre. También en el imaginario popular, las ideas de Smith son vistas como la exaltación del egoísmo exacerbado, no obstante que su otra gran obra, La teoría de los sentimientos morales, reposa sobre el siguiente postulado: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”. Curiosamente, el gran defensor del libre cambio y el comercio entre las naciones pasó los últimos años de su vida empleado como oficial de aduanas.

“Pero el ingreso anual de la sociedad es precisamente igual al valor en cambio del producto total anual de sus actividades económicas o, mejor dicho, se identifica con el mismo. Ahora bien, como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo de la sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve, cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia; pero en este como en muchos otros casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no estaba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios” (La Riqueza de las Naciones, Fondo de Cultura Económica, 1959, página 402).

David Ricardo (1772 – 1823)

Más de 40 años después de la aparición de la Riqueza de la Naciones, se publica, en 1817, la primera edición de los Principios de Economía Política y Tributación, de David Ricardo. Acaudalado hombre de negocios dedicado a la política, en su condición de miembro de la Cámara de los Comunes participa en los debates sobre las llamadas Leyes de Granos. Para defender su posición, contraria al proteccionismo, escribe el folleto Ensayo sobre la influencia del bajo precio del trigo sobre las utilidades del capital, en el que formulará una nueva teoría de la renta del suelo y que será la base de las reflexiones que conducirán a la redacción de los Principios. En efecto, los Principios, de los que se publicaron tres ediciones en vida de Ricardo, la definitiva en 1823, nacieron a partir de lo que pretendía ser una versión ampliada del Ensayo. Durante el proceso de redacción de los Principios, Ricardo estará en permanente contacto epistolar con los más destacados economistas de la época – Malthus, Say, Mill, Torrens – dejando para la posteridad una extraordinaria correspondencia, pacientemente recogida por Sraffa y cuya lectura nos transmite con singular intensidad el proceso de construcción de la teoría.

“El comienzo de una gran guerra después de una paz prolongada, o de la paz después de una larga guerra, produce generalmente un malestar considerable al comercio. Altera en grado sumo la naturaleza del empleo a que se dedicaba el capital de los diversos países y, durante el intervalo en el cual se acomoda a situaciones que las nuevas circunstancias hacen más beneficiosas, mucho capital fijo queda sin utilizar, y a veces se pierde completamente, y no existe ocupación plena de trabajadores. La duración de este daño será más larga o más corta, de acuerdo con la aversión más o menos grande que casi todos los hombres sienten a abandonar un empleo de su capital al que se han acostumbrado por largo tiempo: a menudo, también la prolongan demasiado las restricciones y prohibiciones a que dan lugar los celos absurdos que prevalecen entre los Estados de la comunidad comercial”. (Principios de economía política y tributación, Fondo de Cultura Económica, Colombia, 1993, Pág. 199)

Karl Heinrich Marx, 1818-1883.

Dice Schumpeter que “la mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para siempre después de un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobre mesa y una generación”. Pero hay algunas que se eclipsan, se hunden en el olvido, hasta que de pronto, súbitamente, como el ave fénix, resurgen de sus cenizas. Este es el caso de la obra de Marx. Revolucionario, filósofo, historiador y economista; llegó a la economía proveniente de la filosofía y el pensamiento socialista. El suyo, pretendía ser un “socialismo científico”, no utópico como el de Owen, Fourier o Proudhon, su maestro de juventud. Científico, porque estaba basado en el conocimiento de las leyes de la economía capitalista. Es en este punto donde Marx se integra a la comunidad de los economistas: en el reconocimiento del papel de los precios en la reproducción del sistema. Pero a diferencia de Quesnay, Smith, Ricardo y Mill buscará probar, que los precios de mercado no garantizan siempre el equilibrio entre las ramas de producción y que la economía se verá enfrentada a recurrentes desajustes, a bloqueos generales del mercado hasta su derrumbe final. Autor de una obra monumental, sus contribuciones al análisis económico se encuentran principalmente en El Capital y en su Historia Crítica de la Plusvalía, revisión erudita de la teoría económica de su tiempo.

“Como estos productores sólo se enfrentan en cuanto poseedores de mercancías y cada cual procura vender su mercancía al precio más alto posible (y además, aparentemente, sólo se halla gobernado por su arbitrio en la regulación de la producción misma), resulta que la ley interna sólo se impone por medio de su competencia, de la presión mutua ejercida por los unos sobre los otros, lo que hace que se compensen recíprocamente sus divergencias. La ley del valor sólo actúa aquí como ley interna, que los agentes individuales consideran como una ciega ley natural, y esta ley es, de este modo, la que impone el equilibrio social de la producción en medio de sus fluctuaciones fortuitas. (…) En el régimen de producción capitalista la masa de los productores directos percibe el carácter social de su producción bajo la forma de una autoridad estrictamente reguladora y de un mecanismo del proceso de trabajo organizado como una jerarquía completa – autoridad que, sin embargo, sólo compete a quienes la ostentan como personificación de las condiciones de trabajo frente a éste y no como bajo las formas anteriores de producción, en cuanto titulares del poder político o teocrático – entre los representantes de esta autoridad, o sea, entre los mismos capitalistas, que se enfrentan simplemente como poseedores de mercancías, reina la anarquía más completa, dentro de la cual la cohesión social de la producción sólo se impone a la arbitrariedad individual como una ley natural omnipotente” (El Capital, Volumen III, FCE, páginas 812 – 813)

Piero Sraffa, 1898-1983.

La obra brevísima de Sraffa contrasta con la amplitud de sus horizontes que le valieron el respeto y la amistad de hombres de la talla intelectual de Ludwig Wittgenstein y Frank Ramsey. Llegado a Cambridge en 1927, por iniciativa de Keynes quien temía por su vida bajo la dictadura fascista a causa de sus ideas socialistas y de su estrecha amistad con Antonio Gramsci, se consagrará al estudio de la economía clásica, en especial de Ricardo, cuyas obras completas editará con la colaboración de Maurice Dobb. Estrechamente vinculado a Keynes participó en las discusiones seminales de la gran obra de éste, Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, y en los debates con Hayek sobre la naturaleza y causas de las crisis económicas. Criticó la teoría neoclásica de los precios en su versión marshalliana y, en su obra Producción de mercancías por medio de mercancías de 1960 reformuló la teoría clásica de los precios de producción como una alternativa sólida a la teoría neoclásica del equilibrio general. Según testimonia Pasinetti, Sraffa expresó: "Es necesario volver a la economía política de los fisiócratas, Smith, Ricardo y Marx. Y uno debe proceder en dos direcciones: i) purgar la teoría de todas las dificultades e incongruencias que los economistas clásicos no fueron capaces de superar, y ii) seguir y desarrollar la relevante y verdadera teoría económica como se vino desarrollando desde Petty, Cantillon, los fisiócratas, Smith, Ricardo, Marx. Este natural y consistente flujo de ideas ha sido repentinamente interrumpido y enterrado debajo de todo, invadido, sumergido y arrastrado con la fuerza de una ola marina por la economía marginal. Debe ser rescatada”.

“El acuerdo casi unánime al que han llegado los economistas a propósito de la teoría de valor en un sistema de competencia perfecta es uno de los rasgos más notables de la ciencia económica en su estado actual. Esta teoría está inspirada por la idea de una simetría fundamental entre las fuerzas de la demanda y de la oferta; reposa sobre la hipótesis de que se pueden aislar y agrupar las causas esenciales que determinan los precios de una mercancía particular de forma que puedan representarse por una pareja de curvas de oferta y de demanda que se cortan en un punto. El contraste es tal entre este estado de cosas y las controversias sobre la teoría del valor que caracterizaron la economía política en el siglo XIX, que se está tentado a creer que al fin surge de ese enfrentamiento de ideas la luz de una verdad definitiva. (…) Sin embargo, bajo el aspecto apacible que nos ofrece la teoría moderna del valor, se disimula un vicio que perturba su armonía de conjunto: los problemas planteados por la curva de oferta, fundada sobre las leyes de los rendimientos crecientes y decrecientes” (Las leyes de los rendimientos en régimen de competencia, 1926).

Marie-Esprit Léon Walras, 1834-1910.

No fue profeta en su tierra éste al que Schumpeter consideraba como “el más grande de todos los economistas”. La Academia de ciencias morales y políticas de Francia le negó la membrecía a la cual él aspiraba con una memoria titulada Teoría matemática de la riqueza social, germen de su obra máxima: Elementos de Economía Política Pura o Teoría de la riqueza social. Emigró a Suiza siendo acogido por la Universidad de Lausanne en donde regentaría la cátedra de Economía Política en la cual lo sucedería Vilfredo Pareto, conformándose así lo que en la historia del pensamiento económico se conoce como Escuela de Lausana. Se formó con su padre, también economista, Augusto Walras, y con Antonio Cournot, cuya influencia siempre reconoció. Concibió la economía como compuesta por tres grandes ramas: la economía política pura, la economía política aplicada y la economía social; a cada una de las cuales tenía el propósito de consagrar un tratado. Sólo culminó el primero. Walras, el gran teórico del mercado competitivo, tenía convicciones socialistas y era partidario de la nacionalización de la tierra, respaldado en sólidos argumentos teóricos. De gran significación son sus contribuciones a la teoría monetaria, justamente resaltadas por Patinkin, y, aunque menos conocidas, a la teoría de la regulación de los monopolios naturales desarrollada con referencia a los ferrocarriles. Pero sin duda alguna su gran aporte es, como lo señala Arrow, “el reconocimiento pleno del concepto de equilibrio general”. El monumento con el que la Universidad de Lausana honra su memoria tiene sólo esta inscripción: Équilibre Économique.

“La economía política pura es esencialmente la teoría de la determinación de los precios bajo un régimen hipotético de libre competencia absoluta. El conjunto de todas las cosas, materiales e inmateriales, que son susceptibles de tener un precios porque son escasas, es decir, a la vez útiles y limitadas en cantidad, forma la riqueza social. Es por ello que la economía política pura es también la teoría de la riqueza social (…) Si la Francia del siglo XIX, que vio nacer la nueva ciencia, se desinteresó de ella, esto se debe a esa concepción estrechamente burguesa de la cultura intelectual que la separa en dos zonas distintas: una conformada por calculadores desprovistos de conocimientos filosóficos, morales, históricos, económicos y la otra donde florecen los letrados sin ningunas nociones matemáticas. El siglo XX, que no está lejos, sentirá la necesidad, incluso en Francia, de poner las ciencias sociales en las manos de hombres de cultura general, habituados a la vez a la inducción y a la deducción, el razonamiento y la experiencia. Entonces la economía matemática tomará su rango al lado de la astronomía y de la mecánica matemáticas; y ese día también se nos hará justicia” (Éléments d´economie politique pure ou theorie de la richesse social. Librairie general de droit et de jurisprudence, Paris, 1952).

John Maynard Keynes, 1883-1946.

Keynes representa en cierta forma la figura del Papa que se declara protestante en medio de un Concilio Católico. Formado dentro de la más ortodoxa tradición marshalliana y dueño ya de un sólida reputación, tanto en la academia como en la política pública, irrumpe en 1936 con su Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero con la cual pretende superar la teoría clásica, dominante, según él, en el pensamiento económico y en la política práctica, desde la época de Ricardo, y cuyos postulados sólo se aplican a un caso particular y no en general, con el agravante de que “ las características del caso especial asumido por la economía clásica no son las de la sociedad económica en la que vivimos; de ahí que sus enseñanzas sean engañosas y nefastas cuando son aplicadas a los hechos de la experiencia”. Incalculables los ríos de tinta que desde entonces han corrido. “Todos somos keynesianos”, proclamó recientemente Krugman, recogiendo un viejo dicho de la disciplina. “No todos somos keynesianos”, respondió Guy Sorman. La verdad es que probablemente sea Krugman quien tiene la razón, al menos en términos de la mayoría. Porque si “no todos somos keynesianos”, en cierta forma “todos somos economistas”. Esto gracias a Keynes y también, probablemente, a Marx. Ello no deja de ser un tanto paradójico como quiera que el propio Keynes soñara con un mundo en que no se le diera tanta importancia a la discusión económica que “debería ser un asunto de los especialistas, como la dentistería”. Y añadía: “Sería maravilloso que los economistas pudieran hacerse reconocer algún día como personas humildes y competentes, al mismo nivel que los dentistas”.

“La división de la economía entre teoría del valor y la distribución de una parte y teoría de la moneda es errónea. La dicotomía correcta es entre la teoría de la empresa o la industria individual y de la remuneración y distribución entre diferentes usos de una cantidad dada de recursos, de una parte, y, de la otra, la teoría de la producción y el empleo en su conjunto. Mientras nos limitemos al estudio de la industria o de las empresas individuales, suponiendo que la cantidad empleada de recursos es constante y que las condiciones de las otras industrias no cambian, es correcto suponer que las propiedades esenciales de la moneda no intervienen. Pero cuando pasamos al problema de qué determina el producto y el empleo en su conjunto, necesitamos una teoría completa de una economía monetaria. Tal vez pueda hacerse la línea de separación entre la teoría del equilibrio estacionario y la teoría del equilibrio dinámico, es decir, la teoría de un sistema donde los cambios en la visión de futuro son capaces de influenciar la situación presente. Porque la importancia de la moneda se deriva esencialmente del hecho de que ella constituye un vínculo entre el presente y el futuro”. (The General Theory of Employment, Interest and Money”. Collected Writings, Macmillan, Vol VII, página 293)

Friedrich August von Hayek, 1889-1992.

Cuando Hayek recibió el Premio Nobel en 1974 muchos economistas se sorprendieron de que estuviera todavía vivo: tal era el olvido en el que había caído su obra y su pensamiento, sólidamente liberal y anti-estatista, bajo la avalancha de estatismo socializante que durante décadas cundió en la profesión. Autor de una obra inmensa en la que coexisten panfletos de combate como Camino a la Servidumbre; desafiantes tratados como La teoría pura del capital; y eruditos volúmenes como los de Derecho, legislación y libertad o La Constitución de la libertad. Profesor en London School of Economics y en la Universidad de Chicago, fue el gran contradictor de la macroeconomía de Keynes y defensor sin concesiones del liberalismo económico y enemigo decidido de toda forma de intervención estatal, aparte de las ya clásicas desde Adam Smith. Su defensa sin ambages de la legitimad del beneficio capitalista, sus acerbas críticas a las políticas redistributivas y su antipatía declarada por intervencionismo monetario y fiscal le enajenaron el interés de la profesión al punto de que es un verdadero milagro encontrar un pie de página que aluda a su obra en cualquiera de los manuales de los que se abreva el economista promedio.

“Creo que una búsqueda demasiado deliberada de la utilidad inmediata tenderá a corromper la integridad intelectual del economista, porque la utilidad inmediata depende casi por completo de la influencia, y la influencia se gana con mayor facilidad mediante concesiones al prejuicio popular y la adhesión a los grupos políticos existentes. (…) Cualesquiera que sean sus creencias teóricas, cuando deba examinar las propuestas de los legos, en nueve de cada diez casos tendrá que responder que son incompatibles sus diversos fines, de modo que tendrán que escoger entre ellos y sacrificar algunas de sus caras ambiciones. (…) La labor del economista consiste precisamente en descubrir tales incompatibilidades de los pensamientos antes de que choquen las cosas, y el resultado es que siempre le corresponderá la ingrata tarea de señalar los costos. (…) Creo que como economistas deberíamos por lo menos sospechar siempre que nos veamos ubicados en el bando popular. Es tan fácil creer en las conclusiones agradables, o abanderar doctrinas que a otros les gusta creer, aceptar las opiniones de la mayor parte de la gente de buena voluntad, y no desilusionar a los entusiastas, que a veces resulta casi irresistible la tentación de adoptar posturas que no resistirían un examen desapasionado” (Ser Economista. Obras Completas, Volumen III, Unión Editorial, Madrid, 1991, páginas 40 y 41).

Kenneth Joseph Arrow, 1921-

Para muchos Kenneth Arrow es el más grande economista del siglo XX. Profesor emérito de la Universidad de Stanford y Premio Nobel de Economía en 1972, por su contribución a la teoría del equilibrio general y a la economía del bienestar, su nombre está asociado, conjuntamente con el de Gerard Debreu, al resultado más importante de la teoría económica: la demostración de la existencia del equilibrio general walrasiano. Su célebre Teorema de la Imposibilidad, según el cual es no es posible construir una función de preferencia social a partir de las preferencias individuales sin violar el axioma de no dictadura, es el mentís hasta el presente definitivo de todas las pretensiones de construir una sociedad perfecta y racionalmente organizada desde que Platón las inaugurara con su Mito del Rey Filósofo.

“Ya es larga y bastante respetable la serie de economistas que, desde Adam Smith hasta el presente, han tratado de demostrar que una economía descentralizada, motivada por el interés individual y guiada por señales de precios, sería compatible con una disposición coherente de los recursos económicos, que podría considerarse, en un sentido bien definido, mejor que un gran número de disposiciones alternativas posibles. (…) Cualquiera que sea la fuente del concepto, la noción de que un sistema social movido por acciones independientes en búsqueda de valores diferentes es compatible con un estado final de equilibrio coherente, donde los resultados pueden ser muy diferentes de los buscados por los agentes; es sin duda la contribución intelectual más importante que ha aportado el pensamiento económico al entendimiento general de los procesos sociales” (Análisis General Competitivo. Fondo de Cultura Económica, 1977, páginas 9 y 14)

No hay comentarios:

Publicar un comentario